domingo, 29 de octubre de 2017

UN ROMÁNTICO ALEMÁN





                                                   El artista debe pintar no sólo lo que ve delante de él
                                                   sino también lo que ve dentro de él.
                                                                                           Caspar David Friedrich






   ¿Por qué los personajes de Caspar David Friedrich están siempre de espaldas al espectador? Es una pregunta que siempre me ha rondado. Asumo que esos personajes son, en realidad, cada uno de nosotros, espectadores de los paisajes ideados por el pintor alemán. Los personajes y nosotros, los espectadores de sus cuadros, perdidos en una naturaleza que es expresión de los estados anímicos del pintor; es decir, nosotros convertidos en elementos de un mundo cargado de misterios donde el pintor tampoco puede desentrañar nada. 








   Esos paisajes pintados son símbolos que parecieran buscar un orden en la angustia que domina al artista, paisajes provenientes de un dios creador, ese primer motor que se complace en las tinieblas, que ante nuestras incertidumbres permanece siempre silencioso a nuestras preguntas, a nuestras tribulaciones. 









   Como ese dios creador, Caspar David Friedrich no solo crea paisajes, sino que nos ubica en ellos como minúsculos personajes en estado contemplativo, extraviados ante la inmensidad de un horizonte que no brinda respuestas sino más preguntas. Es decir, dudas que no solo son de los personajes de sus cuadros y de nosotros sus espectadores, también las de él: un pintor apasionado y dominado por interrogantes, por sentimientos y emociones (como no podía ser de otro modo siendo uno de los grandes románticos de esa Alemania que dio al mundo a Hölderlin, Novalis, Von Kleist, Heine, Beethoven, Schumann…).










  Como todo romántico, Friedrich es un pintor que con sus obras rompe el equilibrio del Neoclasicismo, movimiento signado por la razón y la armonía y que estuvo en boga en gran parte del siglo XVIII: uno, el día (el Neoclasicismo) y el otro, la noche (el Romanticismo); uno, apolíneo y el otro, dionisiaco; uno guiado por la luz de la razón hacia el progreso, el otro sumido en una melancolía pertinaz y la soledad sin puerta de escape; o sea, la mesura y la exageración como banderas, en fin: dos movimientos diferentes pero complementarios, como las dos caras de una moneda, como en los cuadros de Caspar Friedrich donde encontramos elementos que nos perturban y nos brindan serenidad.









   No me voy a extender en mi discurso, creo que no es necesario el mucho hablar sobre los objetos artísticos, llámense poemas, piezas musicales, esculturas o pinturas, ahí están ellos para hablar por sí mismos, para defenderse solos. Así han llegado hasta nuestros días las pinturas de este atormentado romántico alemán que alguna vez intentara el suicidio.









   Hace más de ciento cincuenta años (en 1840) que Caspar Friedrich abandonó con sesentaicinco años el tercer planeta, pero incólumes han llegado a nosotros sus misteriosas pinturas. Y aunque estas se encuentran cargadas de interrogantes, tenemos la plena seguridad que su obra ha surcado como un haz de luz la oscuridad del tiempo y lo han rescatado a él de la muerte y del olvido: Caspar David Friedrich es entonces, como algunos marcados por los dioses, un inmortal y ahí está su obra para con toda seguridad demostrarlo.







































   Continuará…





                                             Morada de Barranco, 29 de octubre de 2017.




   
                                               

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